Por Rut Pellerano
“Una desapacible noche de noviembre, contemplé el final de mis esfuerzos. Con una ansiedad rayana en la agonía, coloqué a mi alrededor los instrumentos que me iban a permitir infundir un hálito de vida a la cosa inerte que yacía a mis pies. Era ya la una de la madrugada; la lluvia golpeaba las ventanas sombríamente, y la vela casi se había consumido, cuando a la mortecina luz de la llama, vi cómo la criatura abría sus ojos amarillentos y apagados. Respiró profundamente y un movimiento convulsivo sacudió su cuerpo.
¿Cómo expresar mi sensación ante esa catástrofe, o describir el engendro que con tanto esfuerzo e infinito trabajo había creado? Sus miembros estaban bien proporcionados y había seleccionado sus rasgos por hermosos. ¡Hermosos!: ¡santo cielo! Su piel amarillenta apenas ocultaba el entramado de músculos y arterias; tenía el pelo negro, largo, lustroso, los dientes blanquísimos; pero todo ello no hacía más que resaltar el horrible contraste con sus ojos acuosos, que parecían casi del mismo color que las pálidas órbitas en las que se hundían, el rostro arrugado, y los finos y negruzcos labios”.
Fragmento de Frankenstein, de Mary Shelley
En la célebre novela de Mary Shelley, el protagonista Víctor Frankenstein junta pedazos de cuerpos muertos y reúne hasta lograr dar forma a la entidad que ha concebido en su mente. Pero este sueño se convirtió en una pesadilla atroz. La historia de Víctor Frankenstein y del origen de su criatura se cuenta como un juego de relatos dentro de relatos. El primero de ellos es realizado a través de la figura de Walton, un hombre con espíritu pionero, que pretende llegar al Polo Norte. En el transcurso de la expedición, se encuentra con Víctor Frankenstein que está persiguiendo al monstruo, y se inicia allí el segundo de los relatos que es la historia de los orígenes de este cuerpo de horror y las trágicas consecuencias de su creación. Dentro del segundo relato, nos topamos con el tercero, que es la narración que hace la criatura misma, quien devela sus desventuras en el medio de una humanidad que lo excluye por el espanto que su sola presencia suscita. El monstruo, la criatura, es presentada como buena y malvada al mismo tiempo. Reúne en sí –al decir de Lecercle– a todos los comienzos: los del conocimiento, de la sociedad, del gusto, del lenguaje, pero a su vez la angustia de la criatura es la más alta ya que es el creado sin familia, sin patria, sin infancia, un excluido doblemente abandonado por Dios: ya que no lo ha creado y contra quién ha sido creado.
Las imágenes de este relato tomaron forma de pregunta: ¿es acaso la danza el producto de una suma de cuerpos muertos? Hermosos, sí, cuerpos que fueron seleccionados por la perfección de sus formas, por la habilidad de sus movimientos, pero que sólo dan como resultado un monstruo. Un monstruo sin vida, cuerpos sin historia…
¿Es la danza una reunión de seres desintegrados? ¿Una extraña re-construcción anatómica de cadáveres? Sería la más extraña de las paradojas que la danza, este arte cuya manifestación se nos presenta como intrínsecamente vital, escondiera en sí una reunión fragmentaria, sin vida. La presencia de cuerpos despedazados.
Pero, entonces, ¿qué es la danza? En la manifestación espontánea de una celebración, antiguo rito o fiesta familiar actual, encontramos danza. En la corte de Luis XIV, encontramos danza. En los cuerpos libres de armazones que buscan la exteriorización de una percepción, encontramos danza. En el tránsito histórico, se pasó de la aparición intuitiva de la danza hacia una estructuración formal que construyó paulatinamente nuestra idea actual acerca de la danza y de los cuerpos que danzan.
Deliberadamente, hablo de cuerpos que danzan, en tanto que, si el sujeto que baila es un mero cuerpo, entonces, este cuerpo que es prestado a la danza conforma un monstruo. En este mero cuerpo que danza, no hay registro del aliento, de su historia, de su sensibilidad. Mucho menos se permite un encuentro compositivo. La conformación de un cuerpo de baile sólo resulta una mera apariencia en la que cada parte intenta torpemente fundirse en un todo que esconde un único objetivo: intentar subsistir. Así, la danza se nos presenta mutilada, carente de vida en su reunión de partes.
En la posible relación entre la danza y la novela de Mary Shelley, es provechoso tomar el texto narrativo en dos niveles: por un lado, el acto mismo de creación, y por otro, la fusión de Frankenstein y su criatura, como el reflejo de un espejo. Entonces, así como Frankenstein y la criatura están ligados entre sí, la naturaleza de la relación que ambos mantienen se parece al vínculo que los coreógrafos y bailarines establecen con la criatura de su invención: la obra de danza.
En sus orígenes, la danza estuvo asociada a la imitación, a la expresión de un sentimiento o al acompañamiento de un ritual. Pero también fue considerada, en ocasiones, la manifestación del mal, del exceso. El sujeto que danza aparece ante los ojos de los demás como poseído por una fuerza y un impulso fuera del orden de lo natural.
Todavía hoy algo de este imaginario permanece en la fascinación que provoca alguien que danza. La danza comparte lejanía y proximidad.
Pero, ¿qué sucede cuando la lejanía alcanza su más alto grado de distancia, cuando no es posible reconocernos en el bailarín, cuando la expresión de la danza deviene un lenguaje ilegible? ¿Por qué ocurre, especialmente en ciertas creaciones de danza contemporánea, que todos huyen espantados? En ese punto, la criatura de nuestra invención girará sobre sus pies y nos preguntará “¿para qué me has creado?”.
¿La única posibilidad de existencia de la danza en la actualidad es ser mero entretenimiento o un consuelo pasajero? Si es así, entonces, habremos empequeñecido no sólo el mundo de la danza, sino también nuestro mundo personal.
La obra de arte quiere reunir su estructura a la vez hecha de pedazos y despedazada, busca su integridad. ¿Cómo lograrlo, si los cuerpos sólo le son prestados?
Que la obra de danza tome cuerpo significa romper la relación de espejo entre la criatura y su creador. Al mirar su creación, Frankenstein ve una imagen encubierta de sí, un Yo negado, pero con el que aspira a re-unirse. Sin embargo, ¿qué es lo que le reclama el monstruo a su creador? Le reclama estar vivo, le pide ya no ser la imagen distorsionada del otro, sino ser Otro, un nuevo ser, capaz de presentase en forma completa frente a la mirada de los demás. Igual le sucede a la obra de danza. Porque, como dice Adorno, “si las obras de arte son respuestas a sus propias preguntas, también se convierten ellas mismas por este hecho en preguntas”.
En su creación de un tiempo singular, la danza nos aloja en el breve instante de su aparición, en su efímera vida. Y este breve instante podría transformarse en todos los instantes, porque la danza cesa como cesa un sueño. Como un fuego que se consume quemándose, la danza desaparece en el acto mismo de aparecer. Su acción, que desconoce la vocación de utilidad, no establece nada firme, nada definitivo. Su huella se pierde en el eco del tiempo.
Bibliografía
-Adorno, Theodor, Teoría estética, Madrid, Orbis-Hyspamérica, 1984.
-Lecercle, Jean-Jacques, Frankenstein: mito y filosofía, Buenos Aires, Nueva Visión, 1988.
-Shelley, Mary, Frankestein, Buenos Aires, Colihue, 2006.
Imagen en este artículo
Standing Male Nude with Arm Raised (1910), de Egon Schiele.
“Una desapacible noche de noviembre, contemplé el final de mis esfuerzos. Con una ansiedad rayana en la agonía, coloqué a mi alrededor los instrumentos que me iban a permitir infundir un hálito de vida a la cosa inerte que yacía a mis pies. Era ya la una de la madrugada; la lluvia golpeaba las ventanas sombríamente, y la vela casi se había consumido, cuando a la mortecina luz de la llama, vi cómo la criatura abría sus ojos amarillentos y apagados. Respiró profundamente y un movimiento convulsivo sacudió su cuerpo.
¿Cómo expresar mi sensación ante esa catástrofe, o describir el engendro que con tanto esfuerzo e infinito trabajo había creado? Sus miembros estaban bien proporcionados y había seleccionado sus rasgos por hermosos. ¡Hermosos!: ¡santo cielo! Su piel amarillenta apenas ocultaba el entramado de músculos y arterias; tenía el pelo negro, largo, lustroso, los dientes blanquísimos; pero todo ello no hacía más que resaltar el horrible contraste con sus ojos acuosos, que parecían casi del mismo color que las pálidas órbitas en las que se hundían, el rostro arrugado, y los finos y negruzcos labios”.
Fragmento de Frankenstein, de Mary Shelley
En la célebre novela de Mary Shelley, el protagonista Víctor Frankenstein junta pedazos de cuerpos muertos y reúne hasta lograr dar forma a la entidad que ha concebido en su mente. Pero este sueño se convirtió en una pesadilla atroz. La historia de Víctor Frankenstein y del origen de su criatura se cuenta como un juego de relatos dentro de relatos. El primero de ellos es realizado a través de la figura de Walton, un hombre con espíritu pionero, que pretende llegar al Polo Norte. En el transcurso de la expedición, se encuentra con Víctor Frankenstein que está persiguiendo al monstruo, y se inicia allí el segundo de los relatos que es la historia de los orígenes de este cuerpo de horror y las trágicas consecuencias de su creación. Dentro del segundo relato, nos topamos con el tercero, que es la narración que hace la criatura misma, quien devela sus desventuras en el medio de una humanidad que lo excluye por el espanto que su sola presencia suscita. El monstruo, la criatura, es presentada como buena y malvada al mismo tiempo. Reúne en sí –al decir de Lecercle– a todos los comienzos: los del conocimiento, de la sociedad, del gusto, del lenguaje, pero a su vez la angustia de la criatura es la más alta ya que es el creado sin familia, sin patria, sin infancia, un excluido doblemente abandonado por Dios: ya que no lo ha creado y contra quién ha sido creado.
Las imágenes de este relato tomaron forma de pregunta: ¿es acaso la danza el producto de una suma de cuerpos muertos? Hermosos, sí, cuerpos que fueron seleccionados por la perfección de sus formas, por la habilidad de sus movimientos, pero que sólo dan como resultado un monstruo. Un monstruo sin vida, cuerpos sin historia…
¿Es la danza una reunión de seres desintegrados? ¿Una extraña re-construcción anatómica de cadáveres? Sería la más extraña de las paradojas que la danza, este arte cuya manifestación se nos presenta como intrínsecamente vital, escondiera en sí una reunión fragmentaria, sin vida. La presencia de cuerpos despedazados.
Pero, entonces, ¿qué es la danza? En la manifestación espontánea de una celebración, antiguo rito o fiesta familiar actual, encontramos danza. En la corte de Luis XIV, encontramos danza. En los cuerpos libres de armazones que buscan la exteriorización de una percepción, encontramos danza. En el tránsito histórico, se pasó de la aparición intuitiva de la danza hacia una estructuración formal que construyó paulatinamente nuestra idea actual acerca de la danza y de los cuerpos que danzan.
Deliberadamente, hablo de cuerpos que danzan, en tanto que, si el sujeto que baila es un mero cuerpo, entonces, este cuerpo que es prestado a la danza conforma un monstruo. En este mero cuerpo que danza, no hay registro del aliento, de su historia, de su sensibilidad. Mucho menos se permite un encuentro compositivo. La conformación de un cuerpo de baile sólo resulta una mera apariencia en la que cada parte intenta torpemente fundirse en un todo que esconde un único objetivo: intentar subsistir. Así, la danza se nos presenta mutilada, carente de vida en su reunión de partes.
En la posible relación entre la danza y la novela de Mary Shelley, es provechoso tomar el texto narrativo en dos niveles: por un lado, el acto mismo de creación, y por otro, la fusión de Frankenstein y su criatura, como el reflejo de un espejo. Entonces, así como Frankenstein y la criatura están ligados entre sí, la naturaleza de la relación que ambos mantienen se parece al vínculo que los coreógrafos y bailarines establecen con la criatura de su invención: la obra de danza.
En sus orígenes, la danza estuvo asociada a la imitación, a la expresión de un sentimiento o al acompañamiento de un ritual. Pero también fue considerada, en ocasiones, la manifestación del mal, del exceso. El sujeto que danza aparece ante los ojos de los demás como poseído por una fuerza y un impulso fuera del orden de lo natural.
Todavía hoy algo de este imaginario permanece en la fascinación que provoca alguien que danza. La danza comparte lejanía y proximidad.
Pero, ¿qué sucede cuando la lejanía alcanza su más alto grado de distancia, cuando no es posible reconocernos en el bailarín, cuando la expresión de la danza deviene un lenguaje ilegible? ¿Por qué ocurre, especialmente en ciertas creaciones de danza contemporánea, que todos huyen espantados? En ese punto, la criatura de nuestra invención girará sobre sus pies y nos preguntará “¿para qué me has creado?”.
¿La única posibilidad de existencia de la danza en la actualidad es ser mero entretenimiento o un consuelo pasajero? Si es así, entonces, habremos empequeñecido no sólo el mundo de la danza, sino también nuestro mundo personal.
La obra de arte quiere reunir su estructura a la vez hecha de pedazos y despedazada, busca su integridad. ¿Cómo lograrlo, si los cuerpos sólo le son prestados?
Que la obra de danza tome cuerpo significa romper la relación de espejo entre la criatura y su creador. Al mirar su creación, Frankenstein ve una imagen encubierta de sí, un Yo negado, pero con el que aspira a re-unirse. Sin embargo, ¿qué es lo que le reclama el monstruo a su creador? Le reclama estar vivo, le pide ya no ser la imagen distorsionada del otro, sino ser Otro, un nuevo ser, capaz de presentase en forma completa frente a la mirada de los demás. Igual le sucede a la obra de danza. Porque, como dice Adorno, “si las obras de arte son respuestas a sus propias preguntas, también se convierten ellas mismas por este hecho en preguntas”.
En su creación de un tiempo singular, la danza nos aloja en el breve instante de su aparición, en su efímera vida. Y este breve instante podría transformarse en todos los instantes, porque la danza cesa como cesa un sueño. Como un fuego que se consume quemándose, la danza desaparece en el acto mismo de aparecer. Su acción, que desconoce la vocación de utilidad, no establece nada firme, nada definitivo. Su huella se pierde en el eco del tiempo.
Bibliografía
-Adorno, Theodor, Teoría estética, Madrid, Orbis-Hyspamérica, 1984.
-Lecercle, Jean-Jacques, Frankenstein: mito y filosofía, Buenos Aires, Nueva Visión, 1988.
-Shelley, Mary, Frankestein, Buenos Aires, Colihue, 2006.
Imagen en este artículo
Standing Male Nude with Arm Raised (1910), de Egon Schiele.